domingo, 9 de abril de 2023

Conociendo por casualidad

 

Luis Manuel Sáez








Les aseguro que el que no acepta el reino de Dios como un niño, no entrará en él... Marcos 10:15

Hola, hermanos. Verán, yo conocí la Comunidad de manera casual. Un sacerdote español que servía en octubre de 1982 en la parroquia del Rosario, me remitió con el párroco, el padre Alfonso Figueroa. Yo tenía seis días para dejar mi lugar de residencia y no tenía a dónde ir. Llevaba un año en México, así que estaba más solo que un cactus en una maceta.

El padre Figueroa me refirió a la casa de unos jóvenes estudiantes que vivían en común. Dijo: "De parte mía, diles que yo te envío". Esa casa era la entonces famosa casa de Colorado" (Río Colorado y Río Bravo, Colonia México), donde vivían (no recuerdo bien), unos 17 estudiantes del Tecnológico, liderados por un tal David, que debían pensar que Dios estaba sordo, porque, cuando oraban ¡gritaban a todo volumen!, y siempre en tono amenazador, porque golpeaban las paredes y cerraban los puños mientras rezaban, a ver quién lo hacía más fuerte. Y además se arengaban unos a otros echándose porras" (palabras motivadoras como eres un hombre guerrero de Dios" y cosas semejantes). Como yo era más bien contemplativo (o sea, más callado, aunque carismático al fin) al orar, debieron pensar que no estaba en el lugar indicado; eso, aunado a un par más de detalles, propiciaron que fuera exiliado de allí. Me mandaron a otra casa, llamada "de graduados", donde estaban, entre otros, Alejandro "el güero" de Urquidi, Homero Rodríguez Jacobo (hoy sacerdote), Arturo Valdés (hoy diácono) y un servidor (hoy yo). Esta casa estaba en la calle Florida 2210, Colonia Florida.

No contaré de los hermanos que nos acompañaban a orar al rayar el alba (Jorge Mario Guzmán, con su bocho, y Gerardo Rivera, que viajaba 5 kilómetros diarios, corriendo, para unirse a nosotros), no. Ni tampoco de la rata que apareció debajo de la estufa (en México, la estufa es donde uno cocina los alimentos, no un calentador). No contaré de ella ni del gato que supuestamente la perseguía, atrapados ambos debajo del mismo electrodoméstico (escuché un maullido, levantamos el mueble, el gato salió zumbando, se escondió en los tubos del escusado O retrete y se atoró, y entonces, para poder desatascar al pobre animal, tuve que echarle alcohol y prenderle un cerillo -un fósforo o cerilla, diríamos los ibéricos--. Y que el animalejo se fue -lejos- pareciendo una antorcha veloz, hacia la calle, donde se perdió en medio de aullantes alaridos. Y que cuando regresamos a la cocina, escuchamos a la rata, pero para sacarla de su escondite, le dimos una motivación golpeante por medio de una escoba, la perseguimos por toda la casa, hasta que un mortífero cachiporrazo la dejó viendo visiones, la pobre, la empujamos al patio trasero, la rocié con etílico desnaturalizado, le prendí fuego y comenzó a girar como rehilete, hasta que dejó de respirar, de respirar humo). No. Tampoco contaré esto, pues ya lo hice. Desde entonces, me llamaron "incendiario" . Qué injusto. "exterminador" hubiera sido mejor.

Tampoco quiero hablar de la enorme bendición que fue para mí el encontrar a la mujer de mi vida, de quien pensé la primera vez que la vi sin pensar que después ésto sería una profecía: "Esta es la mamá de los pollitos" , por ser la mayor de clan "López", un grupo de hermanas de una misma familia, que pululaban por Comunidad.

Si me pusiera a hablar de la bendición de haberme casado con Laura Irene. (adivinaron: López), necesitaría ser una mezcla entre Cervantes y Calderón de la Barca, lo cual es imposible, y para hacerle justicia tendría que escribir no menos de cinco tomos. Ni de los estupendos hijos que nos dio el Señor, el primero de los cuales está en la Gloria del Padre, a quien no conocimos, pues se malogró. Luis Manuel, Laura María y José Julián son de lo mejor de mi vida.

Pero sí hablaré de las bendiciones en general, que recibimos de muchos hermanos, cuyos nombres omitiré, para que Dios Padre sea su recompensa.

Un hermano, por ejemplo, nos regaló su perrita, con lo que pudimos pagar la renta de nuestra casa. Otro nos compró una lavadora. Otro nos apoyó económicamente y luego canceló el saldo. Otro más me compró un aparato que necesitaba para un tratamiento. Hubo uno que me compró muchos medicamentos, y no fue el único hermano que lo hizo, ni lo será. Cuando necesité ser operado de mis riñones en dos ocasiones (2 de 11 en que fui intervenido), la Comunidad me prestó el monto total para afrontar este gasto (en UDIS, jeje). A veces, hermanos doctores nos apoyaron con la consulta, sin mencionar que le atinaron al tratamiento (faltaba más), o con descuentos especiales en algún que otro producto o servicio. No pocas veces, nuestros hijos (chiquitos, claro) fueron cuidados por hermanas y hermanos que nos sacaron de un verdadero apuro.

Si no hay caridad, no hay Comunidad. Ello me ha sensibilizado mucho y me ha hecho comprender que la caridad cristiana es fundamental para edificar el Reino de Dios.

Gracias, muchas gracias. Ello, sin contar con las innumerables oraciones que se elevaron a Dios por nosotros, en especial en los tiempos en que mi salud estuvo bajo un verdadero "horno", donde fui purificado como el oro en el crisol.

Podría alargarme muchísimo más, repito, repito, pero no es la idea, ¿verdad?

Gracias, en fin, Señor, por esta maravillosa Comunidad Jésed, que ha sido para mí una verdadera familia, en las buenas y en las malas.

Es un honor poder servirte, Señor, en este pueblo, y la mejor forma que tengo de agradecerte es dejarte hacer tu obra en mí y en los míos. Espero colaborar contigo en la vida de la gracia a la que me (y nos) has llamado. Eres el amor de nuestras vidas. Bendito seas.

Y Bendita sea Tu Madre, la Siempre Virgen María, porque sin ella (estoy seguro) me habría resultado mucho más difícil encontrarte, amarte y servirte. Y, como ella, quiero decir para mí y para cada uno de ustedes: "Hágase en mí según Tu palabra (Lc. 1, 38b)".

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