miércoles, 12 de abril de 2023

EI llamado

José Luis Carretero M

 








Durante 1984, trabajando para Ford Motor Company en la ciudad de México, me invitaron a tomar, por espacio de 3 meses y con todos los gastos pagados, un curso de entrenamiento sobre el idioma Inglés en Estados Unidos usando el método de en inmersión total. Acepté y me puse a buscar opciones.

Un compañero de trabajo me recomendó Ann Arbor, Michigan, pues él había estado ahí hacia un tiempo, y me decía que el lugar era soñado, que me la pasaría muy bien. Inicié mis trámites para viajar. 

En aquél entonces, tenía 4 años de casado y mi vida matrimonial era muy pobre; yo muy alejado de Dios y mi esposa triste y decepcionada por mi resistencia en buscar a Dios. Estaba en el peor momento de mi existencia y de mi matrimonio. Mi hijo Rodrigo tenía 2 años y Mónica, acababa de nacer. En esas circunstancias, me fui a Ann Arbor.

El primer día de clases, en la escuela de inglés de la Universidad de Michigan, nos dieron un tour para conocer la ciudad y para ubicarnos. Subí al autobús y me senté en las primeras filas. Estando el camión en movimiento, escuché hablar español 5 ó 6 filas detrás de mí.

El tour continuó y nos iban explicando qué era cada sitio por el cual pasábamos, hasta que nos detuvimos en un centro comercial. Nos invitaron a bajar por 30 minutos. Así lo hice y esperé a que bajaran aquellos dos jóvenes que hablaban español. De inmediato los saludé y extrañamente uno de ellos, mucho más joven que yo, se quedó conmigo.

El otro joven caminó solo hacia el interior del centro comercial. Empezamos a caminar y de inmediato, mi acompañante, me empezó a predicar a Dios. Para mí fue muy extraño todo aquello. Volvimos al bus y se sentó conmigo. Llegamos a nuestro punto de partida y nos despedimos, no sin antes darme un papelito con su teléfono, e indicándome que cualquier necesidad que tuviera le llamara, a lo que asentí. Me estrechó la mano y me abrazó, pronunciando: "Que Dios te bendiga". Esas palabras me retumbaron, ya que no recordaba que alguien me las hubiera dicho antes, mas que mi propia madre.

Pasaron dos días. Me llamó al hotel para invitarme a cenar en casa de una familia nicaragüense, a lo cual acepté. Pasó por mí, llegamos a dicha casa y me recibieron el matrimonio y su hija, saludándome de abrazo, beso, y llamándome por mi nombre; como si me conocieran de toda la vida. Vimos una película y después pasamos a la mesa. El señor bendijo los alimentos y oró por mis necesidades. Cenamos, y al despedirnos lo hicieron con mucho afecto y cariño, mencionando de nuevo la famosa frase: "Dios te bendiga" .

Al cabo de otros tres días, este mismo joven me llamó y me preguntó: ¿Te gusta el futbol?; a lo que contesté: ¡Claro, me encanta! Esa tarde fui a la casa del misterioso joven. Me presentó a otros 7 u 8 jóvenes más, casi todos de la misma edad y del mismo perfil. Todos eran alegres, felices, con una profunda paz y transparencia. Nos sentamos a la mesa, bendijeron los alimentos y cada uno hizo una oración por mí; ¡quería esconderme debajo de la mesa! Terminamos de cenar y entre todos lavamos los platos, digo, ellos lavaron los platos, yo me quedé "milando" , como dicen los chinitos. Acto seguido, nos trasladamos al campo de juego, en donde ya nos esperaban otros muchos jóvenes. Nos reunimos en el centro del campo, uno de ellos tomó la palabra y bendijo el momento. ¡Yo estaba impresionado! El juego fue muy bueno, sobrio y limpio. Los jugadores nunca dijeron una mala palabra, ni al equipo contrario, ni entre ellos.

Al término del juego, volvimos a la casa del joven misterioso. Me invitó una cervecita y después me preguntó: ¿Nos quieres acompañar a la oración de la noche?"; a lo que, por pena, respondí que sí. 

Bajamos a un sótano pequeño, sin muebles y alfombrado. Sólo había un crucifijo sencillo en la pared frontal, y en una esquina había una mesita llena de libros rojos. Cada persona tomó un libro, y a mí me pusieron uno en las manos. Todos de pie, de cara al crucifijo, oramos -más bien oraron- el Canto de Simeón y el Salmo 4, en voz alta y perfectamente armonizados. Aquella noche me fui impresionado, ya que había sido una experiencia maravillosa ver ahí a aquellos hombres, todos más jóvenes que yo, alabando y orando al Señor.

Pasaron otros tres días cuando el joven, ya bastante conocido por mí, me llamó para decirme: Te invito a tomar un curso llamado La Vida Nueva en Cristo, aquí en la casa, durante el martes, miércoles y jueves" . Accedí de inmediato, sin saber bien a bien de que se trataría. Escuché las pláticas con interés, pero al mismo tiempo con cierto escepticismo. Terminó el curso y oraron por nosotros (éramos cuatro personas, latinos todos). Nos impusieron las manos, pero no experimenté nada diferente.

El joven perseveró, me llamó al tercer día y me invitó a platicar, a lo que, para variar y no perder la costumbre, acepté. Pasó por mí y ya sentados a la mesa -con una buena cerveza en mano- me preguntó cómo me había ido en la oración.  Contesté que bien, pero que realmente no había pasado nada importante. Sin embargo, había una gran duda en mi corazón y le pregunté: "¿Qué es lo que tienen tú y tus amigos, que yo no tengo, y que se les ve en los ojos y en su manera de vivir?". Me respondió: Le hemos entregado nuestra vida a Cristo. Pregunté de inmediato: Y cómo se hace eso?  Me respondió: Entrega tu vida a Cristo, en un acto voluntario y sincero.

Aquella noche, volví a mi cuarto de hotel -en un décimo piso- y entré a la habitación. Caminé hasta las ventanas, las abrí; el viento era suave y fresco. Era una noche esplendorosa, despejada completamente y con una gran cantidad de estrellas; el campus de la universidad estaba a la vista. Alcé mis ojos al cielo y pronuncié las siguientes palabras: 

Señor Jesús, esta noche te entrego todo cuanto tengo y cuanto soy.
No puedo seguir viviendo de esta manera. Ven a mi vida y toma autoridad de ella". No supe más de mí. 

Al día siguiente, desperté acostado sobre la cama y vestido. Corrí al espejo, suponiendo ver mi aureola de santo, pero lo único que vi fue mi calvicie prematura. Reanudé mis actividades de ese día.

Pasaron los días y poco a poco percibí en mí un gran deseo de volver a mi país, de reencontrarme con mi amada esposa, con mis hijos y de restaurar toda mi vida. En todo el tiempo que había pasado en Estados Unidos, nunca antes lo había sentido. Percibí también una gran hambre de conocer el plan de Dios y su Palabra. La obra había empezado. Pasaron algunos días más, hasta que finalmente volví a México, lleno del Espíritu Santo y con la convicción de cambiar mi manera de vivir. Me reconcilié con mi esposa, dejé mis vicios, e inicié mi gran aventura de la vida en el Señor.

¡Gracias Señor por tu gran amor, por llevarme a un lugar tan lejano, y gracias a David Mijares, mi amigo desconocido, por haber sido el instrumento de mi salvación!


Más Florecillas






No hay comentarios:

Publicar un comentario

Los más leídos